Son las 5:30 a.m. El despertador no para de sonar, y no tengo fuerzas ni para tirarlo contra la pared.
Me siento acabada… No querría tener que ir al trabajo hoy. Quiero quedarme en casa, cocinando, escuchando música, cantando, etc. Si tuviera un perro, lo pasearía por los alrededores. Todo, menos salir de la cama, meter primera y tener que poner el cerebro a funcionar.
Me gustaría saber quién fue la mujer imbécil, la madre de las feministas, que tuvo la idea de reivindicar los derechos de la mujer, y por qué hizo eso con nosotras, que nacimos después de ella.
Estaba todo tan bien en el tiempo de nuestras abuelas: se pasaban todo el día bordando, intercambiando recetas con sus amigas, enseñándose mutuamente secretos de condimentos, trucos, remedios caseros, tips sobre la última moda, leyendo buenos libros de las bibliotecas de sus maridos, decorando la casa, podando árboles, plantando matas florales, recogiendo legumbres de las huertas y educando a sus hijos. La vida era un gran curso de artesanos, medicina alternativa y cocina.
Después se puso mejor: teníamos servidumbre, llegaron el teléfono, las telenovelas, la tarjeta de crédito, la Internet, ¡el e-mail! ¡Cuántas horas de paz, solaz y realización personal nos trajo la tecnología!
Hasta que vino una —a la que por lo visto no le gustaba el sostén— a contaminar a varias otras rebeldes inconsecuentes con ideas raras como esa de que “Vamos a conquistar nuestro espacio”. ¡Qué espacio ni qué nada! ¡Si ya teníamos la casa entera! Todo el barrio era nuestro, ¡el mundo estaba a nuestros pies! Teníamos el dominio completo sobre los hombres; ellos dependían de nosotras para comer, vestirse y para hacerse ver bien delante de sus amigos. Y ahora…, ¿dónde están?
¡Nuestro espacio!… Ahora ellos están confundidos, no saben qué papel desempeñar con las mujeres: huyen de nosotras como el diablo de la Cruz. Ese chistecito, esa gracia, acabó llenándonos de deberes; y, lo peor de todo, ¡acabó lanzándonos a muchas dentro del calabozo de la soltería crónica aguda!
Antiguamente los matrimonios duraban; eran para siempre.
¿Por qué —díganme—, por qué un sexo que tenía todo lo mejor, que sólo necesitaba ser frágil y dejarse ayudar en la vida, comenzó a competir con los machos? ¿A quién se le ocurrió semejante despropósito? Miren el tamaño de sus músculos y miren el tamaño de los nuestros… Estaba muy claro: ¡eso no iba a terminar bien!
No aguanto más ser obligada al ritual diario de estar flaca como una escoba (no por mí, sino porque mi trabajo me lo exige), para lo cual tengo que matarme en el gimnasio o reunir dinero para hacerme la mamoplastia, la liposucción, implantes en las nalgas…, además de morir de hambre, ponerme hidratantes, antiarrugas, padecer complejo de radiador viejo tomando agua a todas horas…; usar todas las demás armas para no caer vencida por la vejez, maquillarme impecablemente cada mañana desde la frente hasta el escote, tener el pelo impecable y no atrasarme con las canas, que son peor que la misma lepra; elegir bien la ropa, los zapatos y los accesorios, no sea que no esté presentable para esa reunión de trabajo…
Ver que no me falte más nada, tener que decidir qué perfume combina con mi humor o tener que salir corriendo para quedarme embotellada en el tránsito, y tener que resolver la mitad de las cosas por el celular, correr el riesgo de ser asaltada, de morir embestida por una buseta o un motorizado, instalarme todo el día frente a la computadora trabajando como una esclava (moderna, claro está), con un teléfono en el oído y resolviendo problemas uno detrás de otro, ¡que además ni siquiera son mis problemas!
Todo para salir con los ojos rojos (por el monitor, claro, porque para llorar de amor no hay tiempo).
¡Y teníamos todo resuelto!
Estamos pagando el precio de estar siempre en forma, sin estrías, depiladas, sonrientes, perfumadas, operadas, con las uñas perfectas…, sin hablar del currículum impecable, lleno de diplomas, doctorados y especialidades.
Nos volvimos “supermujeres”, pero seguimos ganando menos que ellos y, en la mayoría de los casos, ¡de todos modos nos siguen dando órdenes!
¿No era mejor, mucho mejor, seguir tejiendo en la silla mecedora?
¡¡¡Basta!!!
Quiero que alguien me abra la puerta para que pueda pasar, que corra la silla cuando me voy a sentar, que me mande flores y cartitas con poesías, que me dé serenatas en la ventana…
Si nosotras ya sabíamos que teníamos un cerebro y que lo podíamos usar, ¿para qué había que demostrárselo a ellos?
¡Ay, Dios mío!, son las 6:10 a.m., y tengo que levantarme… ¡Que fría está esta solitaria y grandísima cama! ¡Ah!… Solo quiero que un maridito llegue del trabajo, que se siente en el sofá y me diga: “Mi amor, ¿me traerías un whisky por favor?” O: “¿Qué hay de cenar?” Porque descubrí que es mucho mejor servirle una cena casera que atragantarme con un sandwich y una Coca-cola light, mientras termino el trabajo que me traje a casa.
¿Piensas que estoy ironizando o exagerando? No, mis queridas amigas, colegas, inteligentes, realizadas, liberadas… y ¡pendejas! Estoy hablando muy seriamente. ¡Estoy abdicando de mi puesto de mujer moderna!
¿Alguien más se suma?…
ROCHY