¡Cuántas veces se ha oído de los padres la queja de que ellos no fueron entrenados para educar a sus hijos! Y así es efectivamente. Son muchos los errores que se cometen, y en verdad duelen, porque un yerro cometido contra uno mismo se puede rectificar, pero uno que va a dañar a los seres que más se quiere ataca constantemente la conciencia. Más aún sabiendo que ellos están en proceso de crecimiento personal y que cada error puede significar algo que se perpetúe para toda su vida.
A. El conflicto generacional
Frecuentemente se encuentran padres que dicen tener dificultades en la educación de sus hijos, ya que, según ellos, existe un conflicto generacional que significa, a grandes rasgos, que las dos generaciones tienen muchas diferencias (las cuales parecen irreconciliables), que por eso el diálogo es casi imposible y que “en nuestra época no se veían esos desmanes juveniles”.
Estas afirmaciones no están lejos de la verdad. Pero no se trata ahora de hallar al culpable. Ya sabemos que los muchachos pasan por una época difícil, pues su organismo se está adecuando a las hormonas y a una cantidad inmencionable de novedades psicoemocionales. Además de eso, ya que las preguntas trascendentales —de dónde vengo, para dónde voy, qué hago en esta tierra, etc.— afloran para estos días en sus mentes, el hecho de ver el mundo en tan malas condiciones les hace pensar que la(s) generación(es) anterior(es) es(son) la(s) causantes de ese fracaso y, lo más sorprendente (para los padres), que ellos ahora sí tienen la solución.
Como los padres ya pasaron esas etapas, muy a menudo desprecian sus ideas o las escuchan dándoles poca importancia, máxime si se trata de un padre al cual la vida de trabajo y el apremio por la consecución del sostén diario no lo “dejaron” seguir pensando en las respuestas correctas a esas trascendentales preguntas.
Conviene entonces buscar los aspectos en los cuales pueden cambiar los padres —al fin y al cabo son más maduros y pueden hacerlo— para ayudar a que ese choque sea menos fuerte o, de ser posible, no exista.
El primero de ellos es que solemos olvidar que, de jóvenes, tuvimos nuestro propio conflicto generacional: recordémoslo para refrescar que, guardadas las proporciones de la época y de las costumbres reinantes, también produjo desasosiego en nuestros padres: cuando éramos jóvenes fuimos también rebeldes –¡como nuestros hijos!– y tuvimos pensamientos similares. La mayoría de las veces no hay mucha diferencia, no nos sigamos engañando. Es una disculpa, casi siempre, creer que “nunca llegamos a esos extremos”: ¿No fueron estas u otras parecidas, alguna vez, las palabras de nuestros progenitores, aun cuando se hablara de nuestro hermano rebelde o de los primos o de los vecinos…? Hoy ¡por fortuna! Es más fácil que un joven se exprese libremente, que diga lo que siente, ya que eso abre las puertas del diálogo si se sabe aprovechar la circunstancia.
Entonces, lo primero que debe hacer un padre es aceptar el conflicto, no tenerle miedo y buscar un medio para la comunicación.
Lo segundo que puede ayudar es adaptarse a los tiempos: cada generación, en promedio, dura veinticinco o treinta años. Esto significa que cada siglo hay aproximadamente tres o cuatro generaciones: ¿cuántas diferencias no habrá cada vez? No es para menos. El sólo hecho de que haya nueva tecnología y adelantos científicos crea nuevas costumbres, nuevos modos de ver la vida…
Por otro lado, si se analizan las generaciones, se verá que todo viene y todo vuelve: muchas veces aquellos aspectos contra los cuales lucharon nuestros abuelos son ahora repudiados por nuestros hijos. Las banderas que nosotros enarbolamos para nuestra lucha generacional serán desempolvadas por nuestros nietos para vencer a los supuestos “enemigos” del mundo. Es que en muchos aspectos cada generación joven piensa siempre que el camino adecuado es el contrario al llevado por sus antecesores.
También es bueno que los padres sepan que las maneras de vestir, peinarse, crear y oír música, caminar y en algunos casos de comportarse… son accidentales. Lo trascendental, lo que durará para siempre, será lo que hayamos sembrado con nuestro ejemplo y con nuestra palabra en sus años más mozos hasta la pubertad y, más que en ninguna otra etapa, en los cinco primeros años: cuando hayan terminado sus estudios universitarios, cuando lleguen a la edad adulta, cuando se casen y formen un nuevo hogar, y especialmente cuando tengan hijos, florecerán todas esas plantas que la vida desarrolló en ellos de las semillas que sus progenitores dejaron. Y si los padres llegaran a faltar, esos recuerdos les llegarán tan profundos que los impulsarán más a ser iguales en la moral y en los valores fundamentales.
El tercer punto, y quizá donde hay más fallas por parte de los padres, es la falta de verdadera amistad y de unión real con el hijo: compartir sus ilusiones y desilusiones, sus triunfos y sus fracasos, sus alegrías y sus tristezas, sus luchas, sus intereses… ¡su vida! Esto es lo que más une y, por tanto, lo que menos conflicto generacional crea. ¡Si al menos se les pusiera la misma atención que a nuestros amigos, vecinos, familiares y conocidos, cuánto habríamos ganado!
Pero eso es necesario ponerlo en práctica desde la niñez.
Cada vez que a cada “Papá” contestamos “Ahora no, hijo…”, debemos hacer de cuenta que pusimos un ladrillo entre él y nosotros. El peligro es que un día los ladrillos no nos dejarán verlo.
En este contexto adquiere relevancia aceptar que el muchacho o la muchacha crecieron: ese es el cuarto punto en que podemos mejorar. En el plano psicológico, durante la adolescencia se presenta una evolución que, a menudo, resulta problemática: aparecen los primeros deseos de independencia y libertad no siempre comprendidos por los padres quienes a veces se resisten a aceptar que su hijo ha dejado de ser un niño. El adolescente busca entonces su seguridad en un grupo formado por personas que están atravesando la misma etapa. Paralelamente descubre la belleza de su propio cuerpo y empieza a interesarse por el sexo opuesto. Muchos adolescentes adoptan una conducta impasible y conformista en unas ocasiones, mientras que en otras se muestran violentos y contestatarios, sin estabilizarse hasta que alcanzan la edad adulta.
El quinto aspecto es la comprensión: la disminución del rendimiento académico, por ejemplo, es, siempre que no se prolongue, un paso normal en la evolución psicológica del adolescente. Todo muchacho, a medida que va dejando atrás la infancia, se ve asaltado por una serie de vivencias nuevas que, con frecuencia, desenfocan los objetivos que hasta entonces tenía marcados. Es lógico que los estudios se resistan en alguna medida, ya que para el adolescente tiene mayor interés la amiga que conoció en la última fiesta, o la excursión que piensa hacer el próximo domingo, que la escuela y los libros. Es aconsejable que los padres que se enfrentan con este problema adopten una actitud comprensiva —aunque no permisiva— y procuren conocer las preocupaciones e intereses de su hijo.
Por último, aunque ya se habló de ello en el capítulo precedente, no juzgue a sus hijos nunca: si lo hace, sepa que ha puesto entre diez y cien ladrillos entre él y Ud.
Desde el comienzo, juzgue, si conviene para su formación, sus actuaciones, no su ser: él nunca es malo, a lo sumo, está equivocado.
B. La abstracción
Algo que quizá no sepan muchos padres, o que se les olvida, es que la mujer puede hacer más fácilmente abstracción psicológica, mientras que al hombre le es más asequible la intelectual.
Eso significa, en palabras más sencillas, que la mujer es mucho más delicada —tiene mejor “tacto”— para percibir el aspecto psicológico: si, por ejemplo, se cuenta una historia sobre un accidente de aviación, automovilismo o acerca de un tren descarrilado, estará más propensa a “sentir” el dolor de los ocupantes, de los parientes de las víctimas o la angustia de quienes se salvaron heridos, aun cuando se trate de extraños… Es por eso que algunos afirman que la mujer “tiene mejores sentimientos”.
Realmente no es así. No es que uno sea mejor que otro, sino que cada uno tiene las peculiaridades propias de su ser.
Y si el hombre la comprende y ella hace lo propio con él, habrá mayor compenetración.
Así mismo, el hombre abstrae más cómodamente las cosas intelectuales: es frecuente encontrar en las pruebas psicológicas una atracción preponderante en ellos por la forma como funciona una máquina, mientras que a la mujer poco le importa esto, le basta saber para qué sirve, cómo se usa y que funcione.
Otra vez, aunque suene repetitivo, debe comprenderse que esto no hace mejor al hombre que a la mujer: son formas características de cada sexo en el aspecto psicológico. El hecho de que la ciencia y la tecnología cautiven a más hombres no es sólo causado por el aspecto cultural, y si hay hombres que no demuestran sentimientos tan refinados y delicados, o no los tienen, obedece esto en parte de su masculinidad, aunque la educación o el ambiente cultural influyan también.
Esto no puede llevar a afirmar que un hombre delicado y refinado sea menos masculino o que una mujer con tendencias y aptitudes científicas o filosóficas sea menos femenina, sino que, en términos generales, las estadísticas (con excepciones que siempre confirman la regla) muestran características frecuentes en determinado sexo, que no lo definen nunca.
Tampoco se debe comparar: somos distintos, no malos o buenos (o malas o buenas). Por fortuna, todos tenemos defectos y cualidades. Comparar o compararnos dejará siempre la sensación de que hay seres humanos de diferente categoría, con lo cual, el valor de la dignidad humana estaría siempre en entredicho y tanto el alabado como el denigrado empezarán a sustentar su estabilidad psicológica en algo accidental, en algo superficial. En estas condiciones no se tendrá la capacidad de respetar a los demás y nunca habrá paz.
Pasando todos estos pensamientos a la educación de los hijos, los padres deberían pensar unos segundos, antes de cada frase, con quién están hablando: ¿es con una niña o una adolescente? ¡Cuánto le ayudará, especialmente si conoce bien a su hija, recordar lo de la abstracción psicológica! ¿Se trata de un muchacho? A probar su habilidad para racionalizar con él y para adaptarse a su propia psicología. Sonará tonto decirlo —pero qué frecuente es no tenerlo en cuenta— que al padre le resulta más difícil “llegar” a su hija y a la madre “tocar en lo más íntimo” a su hijo varón.
De ahí se desprende la máxima —tan desvalorizada hoy— pero que tanta falta hace a las familias: el mejor amigo de un niño es su papá, y la mejor amiga de una niña será siempre su mamá; sólo así será posible que el mejor amigo de un adolescente sea el padre de su mismo sexo, para que el proceso de la educación sexual tenga todas las facilidades.
C. La dignidad de la mujer
El machismo, propiciado por ambos sexos, ha vipilendiado a la mujer hasta el extremo de usarla como medio de propaganda, ya que al no poder desmembrarla para usar únicamente su cuerpo, se la está utilizando toda ella.
Esto debe acabar.
Es imprescindible iniciar una lucha por formar hacia la dignidad, especialmente la dignidad de la mujer: si la mujer está demeritada, la sociedad estará enferma; si la mujer está prostituida, la sociedad estará destruida; si la mujer se ha dignificado, la sociedad resurgirá, porque su moral se engrandecerá y esas características femeninas reverdecerán el ámbito donde se desenvuelve, haciéndolo más digno.
No sólo el valor de la mujer está minado: lo está también el valor de las madres.
Por su fortaleza, la madre es muchas veces el centro de la agresividad de todos los miembros de la familia, incluido el esposo, y las tensiones externas suelen proyectarse sobre ella. El padre, por el contrario acostumbra a inspirar más respeto y su autoridad se hace notar, en rasgos generales, más que la de la madre.
Debe favorecerse el cambio:
Lo primero que hay que preguntar es cuánto de culpabilidad tiene la misma mujer.
Ya se había dejado postulado cómo un hombre comienza a encapricharse con el cuerpo de su mujer, cómo favorece la mujer este gran error, cómo esa costumbre está tan arraigada en las sociedades más machistas y cómo se la debe combatir.
Pero a eso debe agregarse que todas las frases (generalmente dichas sin cuidado) que aceptan en sí mismas tácitamente el machismo, lo favorecerán.
Si salen de los labios del padre son malas, pero dichas por la mamá son casi un dogma; y la peor de todas estas es la que a veces dicen a sus hijas: “cuando seas grande debes ser igual al hombre, debes luchar para estar a su altura”. Sorprende, ¿no? Parece más bien una frase antimachista, pero no es así, puesto que sienta el precedente de que la mujer está en un plano inferior.
¿Cuándo se hará consciente la mujer de que su valor y su dignidad son casi infinitos?
Acabamos de decir que no se deben comparar el hombre y la mujer. Pero, ¿y si lo hiciésemos…?
¿Tiene el hombre la potestad de engendrar? ¿lo dotó la naturaleza para darle vida a su hijo durante nueve meses? ¿puede amamantarlo?… Conclusión rápida: la mujer es más que el hombre, desde el punto de vista biológico.
¿Suele tener el hombre la ternura que tienen las madres para cuidarlo? ¿su delicadeza? ¿su fineza por el detalle? ¿su fortaleza para dar? ¿soporta tanto como ella las incomodidades?… Psicológicamente la mujer también es más.
Es un yerro comparar, pero así se ve más claramente el error garrafal del concepto que de sí misma tiene la mujer cuando piensa que es menos que el hombre. Trabajando a su lado, siendo tan profesional como él (o mejor), ganando aun más que él, superándolo en los puestos de trabajo, en la calidad y en la cantidad de su labor… ¡está poniéndose a su altura, que es menor!
Ya era mejor. ¿Por qué descender?
Lo prueban los gerentes de las empresas: sus mejores empleados son mujeres, y más si han sido abandonadas por sus esposos, con sus hijos, obviamente. A propósito: ¿por qué casi nunca el padre se queda con los hijos? ¿por qué casi nunca lucha por encargarse de ellos? No siempre es porque los ame menos, es muy frecuente que sea a causa de su cobardía; en la mayoría de los casos ella, la mujer, que es la valiente, se encargará y los sacará adelante.
¡Cuánta falta hace que la mujer se persuada de que su valor es inconmensurable, casi infinito, tanto en la familia y con respecto a la educación de los hijos.
Y si se es madre, mucho más: ellas creen que no hacen nada siendo madres. ¡Cómo se nota cuando están ausentes! Algunas veces los descuidan para darles cosas materiales y luego se los encuentra por ahí, dando tumbos, queriendo sólo ganar dinero, poder, honra, placer, bienes materiales… sin nada en el interior…
La crisis de la sociedad es una crisis de madres: sólo con ellas se puede dar una educación integral a los hijos, sólo con ellas se formarán buenos ciudadanos, sólo con ellas habrá hijos felices que hagan el bien a sus semejantes, sólo con madres que dan amor —realidad que sí nos diferencia de los animales— se cambiará al mundo.
Pero para eso hace falta tiempo. Tiempo para sus hijos. A veces es necesario ayudar al esposo con las cargas económicas del hogar, pero en otras ocasiones, el bienestar material se pone por encima del bienestar psicoemocional, o mejor, integral de los hijos. A veces una supuesta “realización personal” (no hay mejor realización que ser madre) deja huérfanos de tiempo. A veces, las metas materiales de las madres dejan el vacío de lo más importante para un niño: el amor.
Algunos y algunas se engañan diciéndose que es más importante la calidad del tiempo que se les dedica que la cantidad. Y ellos la necesitan (perdón la redundancia) cuando ellos la necesitan, no cuando ellas “pueden” darles ese tiempo. Cuando el niño regresa del jardín infantil o del colegio, cuando hacen sus tareas escolares, cuando juegan con sus amigos (¿cómo se sabrá qué clase de amiguitos tiene nuestro hijo?), cuando tienen percances o accidentes, cuando, al ir creciendo, se sientan solos o tristes, cuando incluso su padre haya sido un poco duro con ellos…, en fin, siempre que se es hijo, se está creciendo y se puede tener una madre, se la debe tener.
Tener hijos con la intención clara de que no van a tener una madre a su lado es injusto e ilógico: nadie puede suplir a las madres; ni la abuela, ni la tía, ni el mismo esposo (los hombres somos menos cuando estamos solos que ellas sin nosotros), ni mucho menos, por supuesto, “la mejor empleada del mundo”.
¡No hay hombre que pueda tanto como una madre! ¡En sus manos está la resurrección del mundo! ¡Si quisieran salvarnos…!
Hasta ahora nos hemos referido a la actitud de la mujer. Además de ese cambio interior de ella, es imperante que el hombre cambie también: no es imposible, como acabamos de ver, pero sí muy difícil la labor de la mujer en el hogar sin el apoyo, la valoración y la comprensión de su esposo.
Apoyo en todo. La disculpa de llegar cansado del trabajo merece la misma reprobación que se dio a las mujeres que ponen su “realización profesional” o el dinero extra por encima de la educación de los hijos: ¿para qué tener un hijo, si no se le va a terminar de formar con la educación paterna que completa el ciclo? Sólo algunos animales terminan su tarea reproductora con el parto, como vimos anteriormente. O se tiene responsabilidad completa para formarlos, o se piensa mejor si se desean hijos. Apoyo en las tareas educativas y en las del hogar.
Valoración de la mujer y valoración del trabajo de la mujer: que ella sienta siempre que está haciendo lo mejor que puede hacer por su familia, que siempre haya agradecimiento por parte de su esposo (y con ese ejemplo, también de los hijos), no solamente por el esfuerzo que implica la labor educativa, sino por todo lo demás: la comida, el orden y el aseo, el cuidado de la ropa, de los objetos de decoración, etc. Que las palabras de su esposo la hagan sentir constantemente orgullosa de sus realizaciones en pro del hogar entero… esa, para ellas, es la mejor retribución y es lo mínimo que ellos deben hacer.
Y, por último, comprensión: ese ejemplo constante de amor que dan las madres trabajando en el hogar es sacrificio y las cansa. Y un hombre que sabe amar sabrá también comprender que si está un poco susceptible, es porque los muchachos le dieron mucho que hacer o la preocuparon, porque la labor del hogar —muchas veces solitaria— es muy monótona o porque antes de la menstruación o durante el embarazo sus hormonas la hacen más susceptible.
Ya se puede deducir el beneficio que representarán actitudes maternas y paternales como las que se acaban de describir: madres que saben lo que valen y padres que también se percatan de ello y que lo valoran. Dejarán una huella indeleble en el cerebro y en el corazón de sus hijos y de sus hijas, que irán haciendo de la célula de la sociedad —la familia— un nido de amor y de ejemplo para todos.
“Poco a poco, y con el trabajo silencioso de cada persona individual y el testimonio valiente de parejas y familias que viven la alegría de una experiencia de amor generoso y abierto a la vida se va construyendo una humanidad nueva”, presagio de alegría, paz y felicidad para nuestros hijos.
Tomado del libro:
LA EDUCACIÓN SEXUAL. GUÍA PRACTICA PARA PROFESORES Y PADRES. 3ª edición. Bogotá. Colombia. Ediciones San Pablo, 2000.
Este libro se puede adquirir en Editorial San Pablo, Colombia:
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