Esta es una de las virtudes más valoradas: el hombre sencillo, la mujer sencilla, son acogidos en todas partes.
Obviamente, no se habla aquí de esa versión de la sencillez que usan algunos para descalificar a otros, por su poquedad de ánimo o de cultura y presencia; o porque son incautos, fáciles de engañar; no: quien posee la virtud de la sencillez es una persona natural, espontánea, habla sin sutilezas ni artimañas, no tiene doblez ni engaña.
Es sincero; jamás usa perspicacias ni simulaciones ni engaños. Nunca finge ni habla con tapujos. No es hipócrita. Ni siquiera dice verdades a medias ni mentiras “piadosas”.
Cuando te habla, te mira a los ojos, te mira de frente, no habla de ti a tus espaldas, te dice en la cara lo que siente, nada se calla fuera de lo que la prudencia le dice que es inútil y puede producir males mayores.
Por otra parte, quienes son sencillos acogen lo que les dicen tal y como se los dicen; no están preguntándose: “¿Qué me habrá querido decir con eso?”. Con la misma sencillez con la que hablan, escuchan.
Contestan lo que les preguntan; eso, y nada más.
¡Pero qué escasa es esta hermosa virtud!
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